Empezaba un verano como tantos otros en Buenos Aires. Sentía el pegote húmedo en el cuerpo desde que me despertaba hasta que me dormía. A pesar de las dos duchas frescas diarias me era imposible sentirme limpia y cómoda por más de unas horas.
En la oficina no podría tomarme vacaciones hasta principios del año siguiente, y el hecho de saberme enjaulada cinco días por semana hasta las fiestas me ponía de muy mal humor. Extrañaba las noches frescas de la Patagonia, incluso las semanas de viento impiadoso e inagotable que me obligaban a quedarme encerrada en casa con presión baja y dolor de cabeza. Extrañaba la sequedad. Mi pelo en Buenos Aires nunca terminaba de secarse, así como la ropa tendida por tres días seguidos, que terminaba apelmazada y oliendo a humedad. Esas tragedias de la vida cotidiana.
Un viernes fui rumbo a la oficina más temrpano que lo acostumbrado; a las cinco media de la mañana el calor me había resultado intolerable, por lo que me levanté, me di una ducha, desayuné y fui despacio hasta la parada del colectivo. Cuando llegué al trabajo ni siquiera habían abierto. No quería sentir la comodidad de esperar en un café con aire acondicionado hasta que se hiciera la hora, así que opté por caminar un rato aplastándome bajo la humedad y el calor que iban en impecable ascenso. En una esquina donde había una obra en construcción abandonada había también una mujer de uos treinta años con un bebé en sus brazos, pidiendo una ayuda para alimentarlo. Busqué un par de monedas en mis bolsillos mientras pensaba en lo terriblemente fácil que hubiera sido ir hasta un supermercado y comprarle leche y comida y dárselos, descartando esa idea inmediatamente por motivos desconocidos o que no querían hacerse conocer porque seguramente llenarían de culpa, que era lavada con la entrega de los cuarenta y cinco centavos que había sacado de mi monedero. No me animé a mirarla a los ojos al darle ese placebo, pero sí miré al bebé, que estaba envuelto en una manta, seguramente acaloradísimo. Tendría cerca de un año y miraba las paredes de la obra en construcción con unos ojos que ya parecían cansados. Su cara estaba sucia, como sus manos, y pensé que quizás su pañal tampoco habría sido cambiado en mucho tiempo. Pestañeé y me alejé tratado de sacarme esa imagen de la cabeza. Una vez en la oficina, con la mente aireada y acondicionada, me olvidé de la mujer, de la leche y de la expresión del bebe mirando hacia el costado, ignorando por completo el accionar automático de su madre. Traduje un par de documentos y agendé reuniones en las que tendría que interpretar a ciertos representantes de ciertas empresas y la jornada pasó de una forma curiosamente rápida y sin interrupciones ni bloqueos. Una vez afuera sentí estar ingresando en una gelatina en plena solidificación, todavía tibia pero ya adquiriendo esa densidad perturbadora de los postres semiinstantáneos. Miré al otro lado de la calle, a unos cuantos metros a la derecha, y vi que la mujer con el bebé seguía ahí. Me dio la sensación de que había estado en ese lugar desde hacía mucho y que no me había percatado de su presencia hasta esa mañana. Podía considerarme adaptada a la ciudad.
Pasé el fin de semana sin muchos sobresaltos o emociones, viendo películas y reuniéndome con amigos, protestando acerca del clima y envidiando a los pudientes con pileta mientras nos enjugábamos en nuestro propio caldo pringoso. Llegó el lunes y me reincorporé a la rutina con nulo esfuerzo. Sin embargo algo me impoulsó a dar un rodeo a la oficina y pasar por al lado de la mujer con el bebé. Esta vez la miré a los ojos y le di monedas, puede que la misma cantidad que la vez pasada. Me dijo gracias y yo le dije de nada mirando a su hijo, que me clavó sus ojos sin pudor. Volví a mirarla y me fui y pensé que su mirada parecía la de una persona loca, pero me respodí que cualquier persona que viviera en la calle tendría algún tipo de locura, quizás algo incluso más leve que la de algunos compañeros de trabajo.
A lo largo de esa semana y de la siguiente volví a pasar por el mismo lugar, ejecutando la misma acción y teniendo la misma respuesta, tanto por la mujer como por su hijo. Pero el último día antes de las fiestas, cuando fui a darle las monedas a la mujer noté que su bebé, envuelto todavía en la misma manta sucia, estaba profunda y tranquilamente dormido. Tardé unos segundos en decir de nada y me fui caminando con cierta inquietud; el cambio en la rutina me había descolocado. Sin embargo la sensación se fue a la cuadra, siendo reemplazada por un suspiro que se repitió al llegar a mi casa, al sentir una semana de inactividad por delante, la cual a su vez pasó como un suspiro entrecortado por reuniones alcoholizadas y resacas proporcionales a la ingesta de bebidas de las noches anteriores. Después de esta pausa tendría una semana más de trabajo, a la que le seguirían quince gloriosos días en la seca costa del sur.
Recién cuando me bajé del colectivo ese lunes que marcaba la cuenta regresiva para mis vacaciones me acordé de la mujer con el bebé. Noté que no tenía monedas, así que hice cambio en un kiosco y fui hacia la obra en construcción abandonada. Estaba a unos veinte metros de distancia cuando vi a la madre con su hijo. Me apuré para cruzar la calle antes de que cambiara el semáforo y al acercarme a la esquina sentí un olor penetrante y repulsivo que me recordó a una hondonada de Puerto Madryn donde siempre había basura, agua podrida y uno que otro animal muerto. Sacudí la cabeza y fui hacia la mujer, que repetía su automático pedido de ayuda para su hijo; estiré la mano y levanté la vista para mirarla, pero no pude ver más allá del bebé, que tenía los ojos tan o más cerrados que la última vez que los había visitado. Su cara estaba ennegrecida, pero no era la suciedad lo que le daba ese color. Tenía los párpados y las mejillas hundidas, las manos fuera de la manta estaban tensas y retorcidas y no había señales de que estuviese respirando. El bebé tenía la rigidez y emanaba el olor de un cadáver de una semana.

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