
sus dedos se quebraban ante cada golpe. tan acostumbrado al ordenador, pobrecito, que cuando había que escribir en serio le faltaba fuerza. después de un par de renglones, después de tres o cuatro campanitas que indicaban que había que mover la palanca, oliver aprendió a calcular la potencia y dirección de cada aporreo, de cada tecla. el traqueteo tomó un ritmo considerable, pensó en innovar el mundo de la percusión con este nuevo instrumento, aunque recordó que les luthiers ya le habían ganado de mano con el dactilófono. dejó de pensar en los sonidos y se concentró en lo que a cada movimiento quedaba impreso en la hoja. hacía tiempo que no se sorprendía tanto. ahí estaban sus palabras, tangibles, hasta con relieve, pero no era su letra y no era la distancia de la pantalla de pecé. él estaba escribiendo eso, en una hoja de papel como cualquier otra, y sin embargo se sentía tan otro sin su caligrafía. pero eso era lo necesario, lo primordial era esconder su personalidad, no iba a querer mostrarse inmediatamente.
en una pausa de escritura, donde el silencio era interrumpido sólo por los gritos de los vecinos, oliver pensó que jugar al amigo invisible a esa edad podía llegar a considerarse estúpido. estaba agregando forzosamente una dosis de fantasía que no combinaba con el preconcepto que tenía de flor. claro que era un preconcepto, y por supuesto que a mucha gente le gustaría recibir una carta simpática y anónima y en máquina de escribir. pero también era muy evidente que dados los sucesos contemporáneos, el hecho de recibir un papel carente de escritura a mano y con comentarios que daban a entender que el remitente sabía algo acerca del recipiente podía provocar un aumento en la sensación de paranoia general, y nadie quería que eso pasara.
dejar de pensar en hipotéticos futuros, pensó oliver. tampoco se estaba dirigiendo directamente a ella. sólo era una porción de escritura, sólo era una idea que se le había ocurrido al encontrar la máquina de escribir de su abuela. mandarle una carta a flor, al signo de preguntas de la calle de enfrente. le importaba mucho su reacción, mucho más porque no la conocía y la inventaba un poco todo el tiempo y porque en realidad nunca podría saber con certeza qué pensaría ella de la carta a menos que, claro, oliver se animara a hablarle. pero no, no era el momento apropiado. entonces lo mejor era seguir escribiendo, pensar en ella pero dejar de pensar en sus posibles reacciones, dejar de imaginarla usando un vestido inexistente, dejar de recordarla riendo porque sólo había visto su media sonrisa un par de veces, no pintarla como esos dibujos para chicos.
volvió al ritmo de antes; los gritos se habían apagado y sólo el velador a su derecha iluminaba sus manos, cuyas falanges se quebraban a veces, cuando la palabra que había elegido no lo convencía o cuando se le hundía un dedo en las entrañas de la máquina, que manifestaba su descontento erizando cinco, seis sellos al mismo tiempo, dejando una marca rasguño en la hoja blanca y sin renglones.
1 comentario:
che, el útlimo parráfo me gustó mucho
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